La sal de la tierra (Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, 2014).
El ojo errante
“Al final la vida es sólo un segundo, pero eterno”
Sebastião Salgado.
La sal de la tierra no es únicamente el documental sobre un artista, es un viaje a la identidad humana: de lo sórdido a lo sublime; siendo la contemplación de la belleza y la catástrofe, una cualidad intrínseca en el trabajo de Sebastião Salgado, fotógrafo sociodocumental brasileño. Codirigida por el realizador alemán Wim Wenders, junto con Juliano Ribeiro Salgado, el hijo del fotógrafo, es éste un homenaje a la tierra misma.
La cercanía entre el cine y la fotografía presentan una relación constante, en la que los dibujos creados por la luz, se diluyen en el intersticio existente entre la imagen fija y la móvil; lentes que se despliegan y se contraponen: que se unifican bajo una danza de las fotografías. Rostros, paisajes, animales y lugares parecen nacer tras los sonidos, cobrando vida a través de la narración del fotógrafo.
Existe una empatía entre el ojo de Wenders y el de Sebastião. Para el director alemán, el espectador no sólo de cine, sino del mundo, debe parecerse a un niño: “En mis películas, los niños siempre están presentes como el sueño propio del filme, como si fueran los ojos por los que a mis películas les gustaría mirar. Es decir, una mirada al mundo sin opinión, una mirada completamente ontológica”.[1] Tal es un punto de encuentro con la mirada que Sebastião emplea en su trabajo, en la que se percibe una curiosidad nata, una especie de candor.
En un mundo enfáticamente vertiginoso, donde la contemplación ha sido prácticamente suprimida, descubrimos individuos con una sensibilidad incapaz de ser cautivada; como ya mencionara José Saramago: “… creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven.” Los rituales de tiempos largos son sustituidos por la inmediatez de experiencias efímeras, plagadas de individualismo. En La sal de la tierra, no sólo las fotografías, sino el artista mismo, son un ejemplo de esta identificación tan olvidada en el mundo contemporáneo; identificación con los otros, con la naturaleza. Posibilitando la pausada contemplación de lo que nos rodea, recordar que somos parte de un todo. Entonces encontramos a Wim, Sebastião y Juliano, seres aún capaces de mantenerse —y mantenernos— absortos ante el mundo.
El trabajo de Salgado parece ir más allá del aspecto político, ya que no establece criticar ningún sistema en particular, porque como menciona: “Mis fotos no son de protesta”.[2] Busca más bien, sin imponerse, descubrir a los seres, a los espacios, sus movimientos; conceder a sus observadores esa infinita fracción de segundo. El ojo errante en blanco y negro, a modo de la humana paradoja: simultáneamente deslumbrante haz de luz y oscuro abismo sin fin. Nómada, hombre que se confronta al mundo, testigo y aprehensor de lo relegado: la vida en sus diversas manifestaciones.
La película es también el retrato de un padre desde la mirada de un hijo; las ausencias, las búsquedas. No obstante, el largometraje está por encima de la relación filial, convirtiendo esa posibilidad sincera por un acercamiento íntimo a la vida del fotógrafo, en aspecto que trasciende a un individuo aislado, involucrando a la humanidad entera. Del mismo modo, el anonimato de los rostros fotografiados, desde su singularidad, se convierten en una potencia que acoge y encuentra dentro de sí al que los admira.
Es el nuestro, un mundo bajo los flujos de la crueldad, pero también de la esperanza. A través de vestigios de memoria, el trabajo de Sebastião Salgado invita a trastocar nuestra experiencia de ver y de ser en el mundo; es el anhelo de un porvenir plural. Sin embargo, sus fotografías son ya inmortales. Acaso sea ésa la capacidad única que comparten el cine, la fotografía y la memoria: ser la abstracción precisa del instante donde las imágenes devienen eternidad.
[1] Wim Wenders. El acto de ver. Paidós, Barcelona, 2005, pp. 56-57.
[2] “El ojo rebelde” [http://edant.clarin.com/diario/2007/11/25/sociedad/s-01545967.htm] (mayo 3, 2015).
“Al final la vida es sólo un segundo, pero eterno”
Sebastião Salgado.
La sal de la tierra no es únicamente el documental sobre un artista, es un viaje a la identidad humana: de lo sórdido a lo sublime; siendo la contemplación de la belleza y la catástrofe, una cualidad intrínseca en el trabajo de Sebastião Salgado, fotógrafo sociodocumental brasileño. Codirigida por el realizador alemán Wim Wenders, junto con Juliano Ribeiro Salgado, el hijo del fotógrafo, es éste un homenaje a la tierra misma.
La cercanía entre el cine y la fotografía presentan una relación constante, en la que los dibujos creados por la luz, se diluyen en el intersticio existente entre la imagen fija y la móvil; lentes que se despliegan y se contraponen: que se unifican bajo una danza de las fotografías. Rostros, paisajes, animales y lugares parecen nacer tras los sonidos, cobrando vida a través de la narración del fotógrafo.
Existe una empatía entre el ojo de Wenders y el de Sebastião. Para el director alemán, el espectador no sólo de cine, sino del mundo, debe parecerse a un niño: “En mis películas, los niños siempre están presentes como el sueño propio del filme, como si fueran los ojos por los que a mis películas les gustaría mirar. Es decir, una mirada al mundo sin opinión, una mirada completamente ontológica”.[1] Tal es un punto de encuentro con la mirada que Sebastião emplea en su trabajo, en la que se percibe una curiosidad nata, una especie de candor.
En un mundo enfáticamente vertiginoso, donde la contemplación ha sido prácticamente suprimida, descubrimos individuos con una sensibilidad incapaz de ser cautivada; como ya mencionara José Saramago: “… creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven.” Los rituales de tiempos largos son sustituidos por la inmediatez de experiencias efímeras, plagadas de individualismo. En La sal de la tierra, no sólo las fotografías, sino el artista mismo, son un ejemplo de esta identificación tan olvidada en el mundo contemporáneo; identificación con los otros, con la naturaleza. Posibilitando la pausada contemplación de lo que nos rodea, recordar que somos parte de un todo. Entonces encontramos a Wim, Sebastião y Juliano, seres aún capaces de mantenerse —y mantenernos— absortos ante el mundo.
El trabajo de Salgado parece ir más allá del aspecto político, ya que no establece criticar ningún sistema en particular, porque como menciona: “Mis fotos no son de protesta”.[2] Busca más bien, sin imponerse, descubrir a los seres, a los espacios, sus movimientos; conceder a sus observadores esa infinita fracción de segundo. El ojo errante en blanco y negro, a modo de la humana paradoja: simultáneamente deslumbrante haz de luz y oscuro abismo sin fin. Nómada, hombre que se confronta al mundo, testigo y aprehensor de lo relegado: la vida en sus diversas manifestaciones.
La película es también el retrato de un padre desde la mirada de un hijo; las ausencias, las búsquedas. No obstante, el largometraje está por encima de la relación filial, convirtiendo esa posibilidad sincera por un acercamiento íntimo a la vida del fotógrafo, en aspecto que trasciende a un individuo aislado, involucrando a la humanidad entera. Del mismo modo, el anonimato de los rostros fotografiados, desde su singularidad, se convierten en una potencia que acoge y encuentra dentro de sí al que los admira.
Es el nuestro, un mundo bajo los flujos de la crueldad, pero también de la esperanza. A través de vestigios de memoria, el trabajo de Sebastião Salgado invita a trastocar nuestra experiencia de ver y de ser en el mundo; es el anhelo de un porvenir plural. Sin embargo, sus fotografías son ya inmortales. Acaso sea ésa la capacidad única que comparten el cine, la fotografía y la memoria: ser la abstracción precisa del instante donde las imágenes devienen eternidad.
[1] Wim Wenders. El acto de ver. Paidós, Barcelona, 2005, pp. 56-57.
[2] “El ojo rebelde” [http://edant.clarin.com/diario/2007/11/25/sociedad/s-01545967.htm] (mayo 3, 2015).